La tierra vertical

Jusant, la aventura de escalada de DON’T NOD coge un elemento esencialmente cotidiano y lo convierte en su principal recurso mecánico y narrativo

Quizá el mayor acierto de Jusant es que hace de un acto cotidiano su mecánica central y su principal vehículo narrativo. El juego de escalada de Don’t Nod nos cuenta la historia de un pueblo de moradores de la montaña, de caminantes en vertical, que se han visto forzados a abandonar sus hogares tras una catástrofe climática. La aventura está protagonizada por el que parece ser el último superviviente y su destino es el único posible desde que el mar se secara: escalar la montaña, llegar hasta arriba.

Desde el primer momento Jusant se manifiesta como un bello ejemplo de comunión entre narrativa, dirección de arte y gameplay. La propuesta del juego no nos conmina a realizar ningún acto heroico individual y desgajado del contexto y la cultura de su protagonista mientras que, de forma paralela, intenta contarnos cosas sobre el contexto y la cultura del protagonista. En Jusant, desde el primer minuto, desde la primera argolla en la que amarramos nuestra cuerda, estamos experimentando eventos narrativamente pertinentes. Durante generaciones, trepar y moverse en vertical ha sido la forma natural de desplazarse para esta gente, hasta que la crisis climática forzara el éxodo de sus pueblos.

Como buena fábula ecológica, el entorno natural no es el enemigo ni un lugar que doblegar o explotar. La montaña, de hecho, es nuestra aliada. La amabilidad de las mecánicas refuerza esta idea, ya que en el juego no es posible morir, y la gestión de la energía durante la escalada, si bien requiere cierto entrenamiento, no es un ejercicio excesivamente exigente. En Jusant no es posible despeñarse hasta la muerte porque para poder avanzar es imprescindible anclar la cuerda a alguna argolla o clavar manualmente un nuevo pitón. Como mucho tendremos que volver a repetir un tramo, en caso de quedarnos sin fuerzas a medio camino. La montaña, esa gigantesca columna de tierra que se erige en vertical sobre un mar muerto, no es el enemigo. No hay que transformarla ni destruirla, sino establecer una relación simbiótica con ella.

La imposibilidad de morir es una parte fundamental de las mecánicas del juego, pero también es una decisión narrativa. No podemos morir porque de lo contrario nuestra relación con la montaña sería de hostilidad, en lugar de reconocerla como nuestro hogar. En varios puntos de la aventura la fauna autóctona, esos insectos bioluminiscentes, las plantas trepadoras gigantes o unas criaturas con duros caparazones parecidas a cangrejos, nos ayudan en nuestro viaje, como recordatorio de esa simbiosis (uno de los temas centrales), de que es posible convivir y cooperar entre especies.

La dirección de arte es magnífica y está perfectamente orientada a la narrativa. Las casas, las herramientas y los utensilios personales están confeccionados con lo que la gente tiene a mano; conchas, algas, restos de redes y utilería pesquera, tablones de madera y planchas metálicas de los barcos desguazados. Pueden reconocerse juguetes para niños, talleres textiles, cocinas, puestos de artesanía y zonas industriales. Las casas son espacios pequeños que se hunden en las grietas protectoras de la montaña, a salvo de los vientos y el fuerte sol. Todos y cada uno de los detalles desprenden una humanidad que no se prodiga demasiado en el medio.

El arte del juego es tan rico y tiene tantas posibilidades para contarnos cosas que precisamente por ello se acentúa más aún el único aspecto negativo del juego: la explicación de la catástrofe y el éxodo posterior a través de las notas, un poco forzadas, que vamos encontrando por ahí. La historia de Bianca, diseminada en una colección de cartas, es bonita y tiene cierto sentido que quede constancia de ella por escrito (además de anticiparnos varios eventos importantes), pero había mucho potencial para contar las cosas de una manera más orgánica, más imbricada en esa cotidianeidad repentinamente interrumpida, en esos espacios en los que, aun deshabitados, todavía resuenan ecos de vida.

Es un juego perfectamente armónico en su progresión. Abajo, el mar se ha secado y los habitantes de la montaña se han visto forzados a desplazarse hacia arriba. Para muchos, la lluvia no es más que un fenómeno fantástico, una leyenda que contaban los viejos del lugar para entretener a los críos, pero ¿y si fuera real? Sería la solución a la crisis ambiental sobrevenida tras el Jusant. Del mismo modo, el ascenso trae consigo una mayor perspectiva. De forma literal, pues cuanto más arriba estamos mejor panorámica tenemos de esa inmensa cuenca seca que antes era el mar, pero también adquirimos una nueva perspectiva de las cosas, un nuevo prisma sobre las decisiones que ha tomado nuestro pueblo tras la crisis.

Jusant nos propone el desafío de navegar un aquí y ahora en mitad de una crisis climática y desde un estado de ruptura, de pérdida del conocimiento de una historia y una sociedad concretas. Desempeñamos el papel de restaurador de un equilibrio que en algún momento se rompió pero que, en este mundo mágico, sí es posible restablecer y sanar. De fondo, evidentemente, resuena una ansiedad ecológica actual, pero también se esboza un hilo de esperanza, un asidero al que aferrarse, como se aferra el propio protagonista del juego. Porque quizá aún es posible cambiar las cosas desde el respeto por la imaginación, con esfuerzo y espíritu compasivo.

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