Todo juego conlleva un aprendizaje. Jugar (y aprender) implica recabar estímulos y emitir respuestas de acuerdo a una serie de reglas que pueden ser estables o cambiantes, ya sean las reglas internas del juego, que dictan cómo sus componentes se relacionan entre sí, o aquellas otras que colindan con el mundo exterior. En los videojuegos este proceso suele producirse casi siempre de la misma manera. Para aprender el funcionamiento de sus reglas internas es necesario prestar atención a una serie de estímulos y responder a ellos de forma rápida y ágil. Es un proceso que aspira a elicitar reacciones precisas, casi instantáneas, para sentir que el desempeño está siendo óptimo.
Rara vez este aprendizaje consigue eludir la necesidad de inmediatez, y pocas veces nos encontramos con mecánicas que no responden a impulsos de control, velocidad o agresión. Incluso el ecosistema de los wholesome games, donde se supone que el videojuego debe encontrar vías para contar cosas distintas y de formas diferentes, sigue aferrado a esa condescendencia que solo puede ejercitarse desde el privilegio y que, pese a su envoltorio de amabilidad, acaba reproduciendo las mismas dinámicas que los videojuegos de los que pretende distanciarse.
La consecuencia de esto es que, al final, todo videojuego que se reproduzca mediante mecánicas de control sobre su universo es una fantasía de poder y, por esto mismo, ninguno está exento de ideología. Los videojuegos rara vez nos invitan a experimentar un mundo desde una posición pequeña, en horizontal y como parte de él, sino que nos conminan a controlarlo y explotarlo. Las dinámicas de explotación, colonización, acaparamiento de recursos o agresión son verbos fundacionales del videojuego. Cada vez que conquistamos un territorio, derrotamos a un enemigo o engrosamos nuestro inventario con más y más recursos estamos reproduciendo, en una pequeña parcela fantástica, una determinada forma de entender el mundo. Del mismo modo en que no hay nada de malo en ello en tanto juego o vida simulada, tampoco está de más reflexionar sobre el porqué de esto, sobre la rigidez de semejante esquema o la conveniencia de una búsqueda de alternativas.
Si bien hay juegos de corte más contemplativo y pausado, en ellos se suele producir una reducción del número de mecánicas o de la velocidad y agresividad de las mismas, pero pocas veces se subvierte la manera de aprenderlas o ejecutarlas. Hay géneros y estilos (como los walking simulator o cualquier propuesta de corte eminentemente narrativo) en los que la interacción es mínima, la velocidad escasa y la exigencia de la capacidad reactiva es pausada, pero el propósito al final es el mismo: tomar control sobre lo que nos rodea, ejercitar una agencia unidireccional que se proyecta en el espacio de juego. En definitiva, asumir el control del entorno.
Recientemente he vuelto a The Last Guardian, última aventura hasta el momento del estudio liderado por Fumito Ueda, y me ha hecho reflexionar sobre el aprendizaje, la forma de transitar su mundo y el papel que nos otorga dentro de él. The Last Guardian hace algo completamente revolucionario que, si bien en su día percibí, no le di la importancia suficiente o no conseguí verbalizarlo convenientemente. En el juego (y también en los demás títulos de Fumito Ueda) se nos despoja del control, o más bien de la necesidad de asumirlo en su totalidad, para promover un aprendizaje más amable, más lateral, que no nos emplaza como agente absoluto y total, sino que nos configura como una pequeña parte, frágil e insignificante, dentro de algo más grande.
En The Last Guardian la manera de aprender pasa por mirar al otro. El otro, en este caso, es una bestia de proporciones enormes, una bestia herida y agresiva a la que tenemos que cuidar, alimentar y observar. Para progresar en la aventura necesitamos a la criatura, pero no podemos controlarla, sino que tenemos que aprender de ella y con ella para avanzar de forma conjunta. El juego no solo enfatiza nuestra falta de control sobre el entorno por medio de la necesidad de cooperar con Trico, también lo hace desde nuestra propia posición. Los movimientos del niño protagonista son torpes y escurridizos y jamás llegamos a tener la sensación de control absoluto, sino más bien de que lo estamos guiando y acompañando. Ni asumimos control total sobre el avatar, ni éste a su vez lo asume sobre Trico ni sobre el universo en el que tiene lugar la aventura.
Salvo los movimientos básicos del niño (las acciones que dependen únicamente de nosotros) las mecánicas necesarias para progresar en el juego nunca se verbalizan de forma evidente sino que necesitamos construirlas a base de interactuar con el otro, con Trico. Es necesario observar el comportamiento del animal, cómo reacciona, qué llama su atención, qué cosas le dan miedo, para actuar en consecuencia y elicitar una respuesta conjunta que, además, no siempre es automática. Las mecánicas del juego, siempre en crecimiento y siempre disparando situaciones nuevas, son fruto de un proceso de descubrimiento constante del otro, un aprendizaje que está basado en los cuidados mutuos. Además, Trico está vivo, es una criatura autónoma y no siempre estará a nuestra disposición. Esto también implica cultivar uno de los grandes enemigos del videojuego: la paciencia.
The Last Guardian nos propone algo tan sencillo y a la vez tan raro y necesario como transitar un mundo desde la humildad, la delicadeza y el cuidado del otro. Nos enseña que en el videojuego es posible solventar conflictos mediante otro tipo de estrategias que nada tienen que ver con las ideologías neoliberales de control (social) y poder. The Last Guardian se aleja de la fantasía de poder y en su lugar nos regala una fantasía no menos estimulante; la fantasía de ser y aprender junto a otro.