En su artículo La pobreza en el videojuego, Mario García habla sobre la fantasía de poder como una fantasía del liberalismo, e indaga en lo poco fortuitas e inocentes que son las jerarquías (sociales y económicas) que el videojuego usa para imponer una serie de retos a superar de forma individual. Además de estas estructuras socioeconómicas de corte neoliberal que el medio asume alegremente como las únicas posibles, los videojuegos reproducen incansablemente una fantasía de poder a través de los cuerpos de sus protagonistas y el incremento progresivo de sus capacidades.
Sea por el desarrollo de la fuerza física, por el aprendizaje imparable de nuevas habilidades, por mediación de la tecnología o de la magia, los cuerpos superdotados se han convertido en un estándar del avatar del videojuego y en una pieza vehicular de sus relatos. Estas narrativas pivotan en torno a la existencia de individuos dotados de un poder que va aumentando, algo que articula las mecánicas del juego y que tiene más o menos una justificación en la historia. La subida progresiva de nivel, la adquisición de mejoras y potenciadores, el desarrollo de nuevas destrezas, son una constante en sus discursos. Todos estos elementos se han convertido en un pilar central, por inercia y porque son muy cómodos a la hora de diseñar mecánicas y posibilidades. La narrativa del poder vende.
La idea del avatar sin cualidades especiales (no digamos ya con una discapacidad física) parece bastante contraria a la consecución de ese tipo de fantasía cimentada en el ejercicio de lo sobrenatural o, al menos, de lo exponencialmente superior a lo que se considera “normal”. En el contexto de los videojuegos mainstream la habilidad se asocia con el estatus, y se asumen tipos particulares de cuerpos y capacidades a la hora de crear personajes. Esas habilidades y capacidades, que ya parten de cierta superdotación, tienden a incrementarse progresivamente a lo largo del juego, incluso aunque el contexto narrativo no sea especialmente proclive a ello. Por su parte, si hablamos de discapacidad, las iteraciones del videojuego en esta línea suelen incorporar un enfoque médico o educativo, en forma de títulos orientados a colectivos específicos y con una intencionalidad pedagógica o terapéutica, alejados del mercado generalista. La accesibilidad se enmarca como una cuestión puramente técnica y delimitadora del público objetivo.
Los videojuegos, como cualquier otro artefacto cultural, son producto del contexto y de la ideología que los produce, y contribuyen potencialmente a la circulación y naturalización de determinados discursos. Los cuerpos poderosos, los cuerpos cuyas habilidades van incrementándose a lo largo de la aventura, son comunes a un amplísimo porcentaje de obras y perpetúan la idea de la adquisición de poder como marcador de valía y estatus. Los personajes con discapacidad, por su parte, suelen ser secundarios, y su discapacidad es meramente descriptiva; una nota a pie de página que no interfiere nunca con el desempeño protagonista.
Sin embargo, hay algunos títulos donde el concepto de discapacidad se aborda como una característica del personaje protagonista, sin necesidad de verbalizarla como tal, ni de situarla en un espectro valorativo que se oponga a “lo normal”. Existen juegos donde el cuerpo y el movimiento del avatar aparecen restringidos o limitados en sus posibilidades con respecto al escenario, y se articulan desde la dificultad a la hora de moverse por él. Dichas limitaciones se usan para construir las mecánicas y, con ellas, un discurso que apele a otras sensibilidades, narrativas que verbalicen formas distintas de relacionarse con el mundo.
En Thomas Was Alone (Mike Bithell, 2012) empezamos por controlar a Thomas, un rectángulo vertical que puede desplazarse y saltar pequeñas distancias. Sin embargo, el escenario pronto va imponiendo una serie de espacios que Thomas no puede superar con sus habilidades. Afortunadamente, Thomas va a encontrarse con nuevos compañeros geométricos por el camino, cada uno con una personalidad propia y propiedades únicas. Gracias a la suma de las destrezas individuales, pero sobre todo a la cooperación y al trabajo en equipo, son capaces de salir adelante. Cada una de estas piezas es, en sí misma, una entidad muy limitada en relación a los sistemas en los que debe sobrevivir; solo cuando trabajan juntas se generan dinámicas funcionales y de adaptación al entorno. Un discurso diametralmente opuesto al individualismo y al capacitismo de la fantasía de poder habitual en el entretenimiento digital.
Algo parecido sucede en Stacking (Double Fine, 2011), el juego de muñecas rusas diseñado por Tim Schafer. Ambientado en una versión ficticia de la era industrial, el juego nos pone a los mandos de Charlie Blackmore, el más pequeño de un juego de matrioskas, en una cruzada por reunir a su familia, que está siendo obligada a trabajar sin descanso para un malvado magnate llamado El Barón. El pequeño Charlie poco puede hacer por sí solo, es una pieza de madera diminuta y sin poder, pero es capaz de saltar al interior de muñecos del tamaño inmediatamente superior al suyo (y así sucesivamente) para controlarlos y servirse de sus cualidades. Algunas de estas matrioskas tienen habilidades especiales y muchos rompecabezas se solventan mediante su coordinación. A la narrativa que se deduce de esta mecánica basada en la necesidad de colectivizar recursos se le suma otra mucho más obvia desde el argumento del juego: hay que aunar esfuerzos para comerse a los ricos. Literalmente.
El uso del cuerpo en The Missing: J.J. Macfield and the Island of Memories (Hidetaka Suehiro, 2018) pasa por la destrucción del mismo. J.J. Macfield, la protagonista de la aventura, debe encontrar a su amiga (e interés romántico) Emily después de que ésta desaparezca en extrañas circunstancias durante un camping. Lo interesante del juego de Swery es que la integridad física, en este caso, nos impide superar obstáculos. Por el contrario, para resolver los rompecabezas tendremos que autoinfligirnos heridas y desmembrar nuestro propio cuerpo. Esta dinámica basada en el daño no solo es interesante por sí misma en términos de diseño, sino que además engarza con un relato de sufrimiento en el que la autolesión es la única forma que J.J. encuentra para escapar de un entorno que la hiere constantemente.
Fuera de la esfera protagonista encontramos algunas apariciones puntuales, como la de Bentley, el pirata informático y experto en demoliciones de la serie Sly Cooper, que sufrió una lesión medular al ser aplastado por un robot. El hecho de ir en silla de ruedas no parece ser un gran obstáculo gracias a la cantidad de gadgets que maneja, aunque sí plantea algunos retos particulares en cuanto a jugabilidad que lo diferencian del resto de personajes controlables. Sin embargo, todos estos ejemplos no dejan de ser las excepciones de una tendencia general donde estatus, poder y evolución siguen una línea recta ascendente, se conjugan casi siempre en singular y se configuran como el paradigma ideal.
Explorar otro tipo de cuerpos, capacidades y formas de relacionarse con el entorno no debería oponerse a la idea de fantasía o aventura, no ya por una cuestión de representación (que también) sino por la cantidad de posibilidades que ofrece. Esto, además, no parece que sea un factor excesivamente difícil de introducir en los videojuegos, que llevan toda su historia autoimponiendo limitaciones estructurales en su diseño para destacar las habilidades del protagonista; basta con cambiar el foco y la dirección de los esfuerzos.