La tierra fragmentada en The Legend of Zelda: Tears of the Kingdom

Hay un personaje en Tears of the Kingdom que me obsesiona. Un personaje que sintetiza todo lo que este juego significa y todo lo que quiere contarnos. Este personaje es Kabalid, el trabajador que pretende poner carteles del Presidente Karid por todo Hyrule para ayudar a su reconstrucción. El problema es que cada vez que nos lo encontramos está en apuros, sujetando a duras penas el poste de madera. Él solo no es capaz de colocar bien el cartel, tendremos que echarle un cable, creando con nuestra Ultramano alguna estructura o andamio que sirva de soporte mientras Kabalid termina de clavar el poste en el suelo. Lo importante de estos encuentros es que, aunque las habilidades de Kabalid y Link sean muy dispares (el primero es una persona normal, un poco tirillas, y el segundo tiene asombrosos poderes celestiales heredados del brazo de un antiguo rey), hace falta la cooperación entre ambos para realizar con éxito la tarea. Ninguno de los dos puede hacerlo en solitario. Porque Tears of the Kingdom, más allá de habilidades individuales, es un juego sobre cooperar y construir.

Esta noción de construcción y cooperación, de trabajo conjunto y puesta en común, es el tema principal del juego desde el punto de vista de la narrativa y las mecánicas, pero además es inherente a la existencia misma de Tears of the Kingdom. TOTK jamás habría podido existir de forma aislada y por sí mismo, porque es un juego que ha crecido a partir de Breath of the Wild. Es imposible escribir cualquier análisis del juego sin compararlo con su predecesor, no solo porque una aventura sea continuación directa de la otra o porque, además, se trate de dos historias complementarias que, como las dos caras de una moneda, comparten un mismo espacio físico. La comparación es inevitable porque la experiencia de Tears of the Kingdom no puede entenderse, ni podría haber existido, sin la existencia y la experiencia acumulada de Breath of the Wild. Esto lo convierte, además, en un caso muy particular de secuela que no busca dar un paso adelante, o hacia un lado, para contarnos otras cosas o llevarnos a sitios diferentes, sino que se nutre de esa experiencia acumulada y nos devuelve al mismo lugar para experimentarlo de forma distinta.

El concepto de Breath of the Wild era simple, diáfano y redondo. Un solo objetivo, una sola misión principal, marcaba el punto de partida de una aventura guiada por la intuición, la espontaneidad, pero también por la simetría (temática y estética) de los cuatro pueblos aliados diseminados por el mapa. Cuatro bestias divinas que acaban convergiendo en el corazón de Hyrule para ayudar al héroe llegado el momento. La Hyrule de Breath of the Wild era un lienzo, un cuadro hermoso en el que perderse y dejarse embaucar por la suavidad de sus volúmenes y texturas. Tears of the Kingdom, en un primer vistazo, parece acogerse al mismo paisaje, pero en realidad es la deconstrucción y ensamblaje de ese cuadro que ahora, al mirarlo de cerca y desde el nuevo ángulo, no es un lienzo, es un puzzle. Esta Hyrule está fragmentada (en el tiempo y en el espacio; su tierra, pero también su gente) y todo cuanto Link tiene que hacer a lo largo de esta aventura apuntala constantemente las ideas de reparación (material e histórica), reconexión y reconstrucción.

La manera en la que nos relacionamos con el mundo, con Hyrule, ha cambiado en este Tears of the Kingdom. El sistema de físicas opera de la misma forma, obedece a las mismas reglas básicas, pero nuestro repertorio de poderes es distinto. Así, si las habilidades que usamos para relacionarnos con el mundo cambian, nuestra percepción de ese mundo también cambiará, porque nuestro conocimiento del entorno va a seguir un itinerario distinto. De hecho, la totalidad de las habilidades de Link en TOTK son constructivas. La Ultramano une, la Combinación fusiona elementos, la Infiltración conecta dos puntos alejados en el espacio, el Generador de esquemas construye artefactos y el Retroceso nos acerca a lugares gracias a la manipulación del tiempo. Y es este paquete de habilidades reparadoras, desde este marco operativo conciliador, lo que vamos a emplear para interactuar con este mundo fracturado, para intentar reconectarlo y recomponerlo.

La fragmentación, si bien es un concepto que atraviesa todo el diseño de Tears of the Kingdom a distintos niveles, en ningún caso equivale a desorganización ni está reñida con la ausencia de estructura o simetría. De hecho, hay una organización superior perfectamente ejecutada que adopta la forma de tríada y que reproduce continuamente ese esquema triádico. No solo es una referencia clara a la Trifuerza clásica, sino que es la estructura misma de un mundo dividido en cielo, suelo y subsuelo, con sus tres gamas cromáticas completamente diferenciadas y sus respectivas imposiciones geográficas que cambian por completo nuestra manera de avanzar. Tres puntas de lanza, tres cabezas visibles como las de los griocks, el trío de dragones elementales que surcan el cielo o los tres ojos con los que los Zonai contemplaban el mundo.

Otra gran diferencia entre Breath of the Wild y Tears of the Kingdom tiene que ver, además de con el diseño del espacio, la verticalidad o la forma de desplazarnos, con la propia movilidad de todo cuanto hay en Hyrule al margen de las idas y venidas de Link. Precisamente porque Hyrule está rota y tiene que recomponerse, de repente todos sus habitantes parecen haber cobrado vida. Se han despertado y se disponen a echar una mano, cada uno en la medida de sus habilidades. Prácticamente cualquier personaje, por insignificante que parezca a simple vista, tiene alguna historia que contarnos sobre sí mismo, es consciente de lo que ha ocurrido, tiene proyectos, sueños o algún plan en marcha. Esto no se limita al texto, sino que los propios personajes se mueven por Hyrule, tienen sus motivaciones, sus proyectos, viven sus propias aventuras. Son personajes que existen al margen del héroe, no son NPCs estáticos que sirvan únicamente como interfaz dispensadora de tareas.

Otro rasgo diferencial de Tears of the Kingdom, y probablemente uno de los más audaces, es su capacidad para ser inagotable. TOTK es un universo vivo y en expansión que invita al eterno retorno de esos juegos que son casa, y en el que siempre hay algo que hacer si sabes bien donde mirar o con quien hablar. Esto lo aborda con sosiego y desde el esqueleto mismo de su diseño, no porque esté repleto de contenido inane para alargar innecesariamente el viaje. Es un juego que sabe esquivar con tranquilidad y elegancia el fervor completista, un antídoto frente a la productividad que contamina nuestra forma de jugar.

En este marco ideológico, este modelo de consumo basado en usar y desechar, en engullir una experiencia para saltar rápidamente a la siguiente sin tiempo para procesar las cosas con calma y con cariño, Zelda Tears of the Kingdom se erige como un precioso desafío, pero además consigue apelar a cosas importantes. Nos invita a repensar cómo nos relacionamos con el entorno. Nos anima a contemplar las cosas con perspectiva, a mirar no solo lo que tenemos al lado sino también a los que están arriba y a los que están abajo. A establecer conexiones y a descubrir causalidades. Es un juego que nace para iterar sobre un mundo ya conocido, pero con afán de construir, ampliar y reparar, y cuyo diseño nos invita a repensar el entorno, a mirarlo desde otro punto de vista y a experimentarlo con nuevas herramientas, con todo lo que eso implica.

Artículo publicado originalmente el 12 de junio de 2023

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