Las primeras páginas de El Invencible (1964), de Stanislaw Lem, contienen uno de los inicios más bellos de la literatura de ciencia ficción. Una nave despierta lentamente tras un largo sueño; los cuadros de mando, bañados por el rosáceo resplandor de un lejano sol, comienzan a parpadear, intercambiando pequeños guiños; los motores se desperezan con suaves gruñidos, haciendo repiquetear el metal del casco. En mitad de ese suave despertar, los asuntos humanos, insignificantes en comparación con las ignotas dimensiones y la naturaleza abismal del cosmos, quedan convenientemente desplazados a un segundo plano en los primeros momentos de la narración. Además de unas primeras páginas bellísimas, todo en el inicio de El Invencible pone el foco sobre cuestiones sensoriales, sobre conceptos e ideas en abstracto, y evita deliberadamente emplazar a los personajes en el centro de la narración. Porque el cosmos es mucho más grande que nosotros, y mucho más complejo de lo que podamos comprender.
La ciencia ficción es el género del extrañamiento y de la búsqueda del asombro, de la fascinación que suscita esa tensión entre lo posible y lo improbable. Una tensión que, a menudo, es reflejo de anhelos e inquietudes contemporáneas proyectadas en otros mundos o realidades, pero siempre guiada por la ambición de trascender y transgredir, de estirar los límites y las fronteras de la imaginación. En este sentido, pocos autores de ciencia ficción han abordado como Stanislaw Lem las limitaciones de nuestro propio pensamiento a la hora de abarcar y comprender la inmensidad incognoscible del cosmos. En esa tensión, en esa imposibilidad, el autor ha encontrado un campo precioso para ahondar en el asombro. Ese choque hermosamente tensionado entre las capacidades cognitivas de unas criaturas adaptadas a unos condicionantes biopsicosociales muy concretos (los de La Tierra, sus ecosistemas y sociedades), y la inasible variabilidad de toda la materia posible y sus posibles circunstancias.
También desde Polonia, país de origen de Stanislaw Lem, nos llega The Invincible, un videojuego narrativo en primera persona basado en la novela homónima y desarrollado por Starward Industries. El juego se inspira en los acontecimientos de la novela para trazar un arco narrativo nuevo, una historia que transcurre paralela a los eventos del libro. The Invincible está protagonizado por Yasna, una astrobióloga que forma parte de un equipo de investigación enviado a Regis III.
Sin embargo, las cosas empiezan a ir mal casi desde el principio; cuando Yasna recupera la consciencia en un lugar indeterminado de la superficie del planeta descubre que el resto del equipo ha desaparecido. Con el oficial al mando facilitándole instrucciones a través de la radio, la mujer deberá buscar al resto de la tripulación mientras trata de orientarse por la superficie arenosa y cambiante del planeta.
Las peculiaridades de Regis III, de sus paisajes, su orografía y también de los misterios que encierra, se han trasladado de la novela al videojuego con mucho esmero. El juego de Starward Industries es visualmente espléndido, pero, lo más importante, es que logra resultar todo lo extraño, alienígena y cautivador que la historia y el propio material original precisan. Después de llevar a cabo los primeros escáneres, descubrimos que el planeta está atravesado por un entramado inexplicable de raíces metálicas que afloran, en la superficie, a modo de protuberancias y crecimientos ensortijados. Algo que podríamos traducir, desde una analogía puramente humana, como gigantescos bosques de metal. Por si fuera poco, estas formaciones parecen tener un efecto nocivo en la mente de aquellos que entran en estrecho contacto con ellas, provocando desorientación, alucinaciones y deterioro cognitivo de diversa gravedad.
En este contexto se establecen una serie de relaciones (desiguales, complicadas) entre los protagonistas de la historia (tanto Yasna como nosotros mismos), la tecnología humana que manejamos y en la que depositamos toda nuestra confianza (e incluso una suerte de fe) como si de baremos absolutamente confiables, objetivos y universales se tratara, y las peculiaridades completamente anómalas (para el conocimiento humano) de Regis III. Este conflicto es también el principal conflicto de la novela en tanto pone de relieve las limitaciones de los seres humanos y su tecnología terrestre a la hora de comprender fenómenos que no son humanos ni terrestres. Incluso la decisión del juego de abogar por un desplazamiento lento y dificultoso, alejado de los convencionalismos del videojuego donde prima la autonomía del avatar por encima de todo, parece que quiera poner de relieve todas esas limitaciones, ese conflicto.
Este conflicto, que es consustancial al género de la ciencia ficción, que debería serlo o al menos intentarlo, rara vez aparece en videojuegos de ciencia ficción. La cifi, en los videojuegos, suele utilizarse como un mero cosmético, un envoltorio superficial como si de una skin de Fortnite se tratara, con el único propósito de apelar a una cinematografía trillada que en absoluto repercute en los lenguajes utilizados, en lo narrativo, mecánico o funcional. Rara vez se incide en la cualidad fundamental del extrañamiento, casi nunca hay un esfuerzo por transgredir los códigos y las historias que nos cuentan esos juegos siguen balbuceando su incapacidad para establecer otras relaciones con el mundo que se alejen del lenguaje belicista, las dinámicas colonizadoras y las fantasías de control total y absoluto sobre el entorno.
The Invincible tampoco ha venido a revolucionar nada desde su humilde y tranquila posición, pero entiende las intenciones fundamentales de aquello que referencia. No nos arroja a un nuevo mundo presto y dispuesto para el expolio, sino que nos enfrenta a nuestras limitaciones, pero no para superarlas en el marco de una narrativa heroica y cutre, sino para asumirlas. Nos restringe el movimiento y limita el alcance de nuestras capacidades y posibilidades para recrear la fascinación que debería provocarnos pisar con nuestros propios pies, mirar con nuestros propios ojos, un planeta extraño.