Cada vez que regreso al taller me reciben las mismas formas familiares. La mesa de trabajo semienterrada en planos y herramientas. El desvencijado y crepitante surtidor de gasolina. Las luces del panel de monitorización, desvelando la magnitud de los daños en mi vehículo con su parpadeo cansado. Las taquillas en las que voy amontonando los trastos recuperados tras cada incursión en la Zona.
Todo lo que hay fuera del taller es materia enmarañada, una tormenta atómica perpetua. La Zona de Exclusión Olímpica es un laberinto cambiante e impredecible en el que cualquier cosa puede matarme. Por eso, cada vez que regreso al taller tras cada nueva incursión, ese reencuentro lo siento como una vuelta a casa, un retorno a los cálidos brazos de la rutina. Aparcar y asegurar el coche sobre el anclaje. Evaluar los daños. Arreglar desperfectos y desguazar todo aquello que ya no merezca la pena reparar. Ordenar materiales. Fabricar las piezas y herramientas que necesitaré en mi próximo viaje. Consultar el terminal de planos y la mesa de costura, a ver si hay algo útil que pueda agenciarme. Una rutina mil veces repetida que ha terminado por resultarme relajante. Un ritual tranquilo y organizado que también me ayuda a ordenar la maraña de pensamientos atrapada en mi cabeza.
El parloteo de Tobias y Francis todavía resuena en mis oídos y yo intento retener todas esas palabras extrañas para comprender la lógica que opera detrás de ellas. Casi siempre me cuesta entender lo que dicen, no solo por la naturaleza incomprensible de la Zona de Exclusión, sino también porque creo que entre ellos hay una historia detrás. A veces se enfrascan en sus cosas a través de la radio hasta el punto de olvidar que sigo ahí, que sigo escuchando.
Tobias es ruidoso y optimista, le gusta hablar y le gusta oírse. Sus palabras suben y bajan y se estiran cantarinas, ocupando todo el espacio. La presencia de Francis, en cambio, es más sutil. No más pequeña, pero sí más lejana. Su voz es suave y todo lo que pronuncia parece venir de un lugar sopesado, como traído a la orilla por una marea tranquila. Tobias y Francis están perdidos. Como yo. Como todo lo que existe en las inmediaciones de la Zona de Exclusión Olímpica.
Y luego está Oppy. El taller que ocupo, la que ahora es mi casa, es propiedad de la doctora Ophelia Turner, inventora de la tecnología LIM, exjefa de departamentos de ARDA y más o menos la responsable de que toda la materia contenida en las antiguas instalaciones de la empresa que pretendía cambiar el mundo esté patas arriba y se haya vuelto potencialmente mortal.
Aquí abajo estoy siempre sola. Al igual que sus colegas, Oppy se comunica conmigo por radio desde que aparecí en su taller aquella noche de tormenta. Ella me permitió ocupar el garaje, me explicó el funcionamiento de su tecnología y los objetivos de la misión que, sin saber por qué, se me ha encomendado. Tampoco desperdicia una sola oportunidad para evaluar con sarcasmo mis pobres avances. Al principio sus comentarios me irritaban —es decir ¿qué más puedo hacer? Ni siquiera sé por qué estoy aquí— pero ahora percibo un timbre de calidez, casi complicidad, que me hace encajarlos con una sonrisa. Su voz es madura, atemperada, sostenida en notas de una sabiduría fría y cálida al mismo tiempo.
Puedo notar la presencia constante de Ophelia en el taller, una presencia que se cierne sobre mí como las alas extendidas de un pájaro omnisciente y poderoso. Incluso cuando no está presente, cuando permanece en silencio, percibo su textura suspendida en el aire. Diría que es imposible, pero, en ocasiones, me ha parecido sentir su mirada en mi espalda, mientras arrastro los pesados bidones de gasolina y forcejeo con las herramientas mecánicas a golpes contra la carrocería del coche. Entonces vuelvo a pensar en sus palabras, intento imaginar su rostro. Su voz es un universo entero atravesando mi espina dorsal.
***
Tengo que volver a la Zona. Necesito recuperar algunos productos químicos para fabricar masilla reparadora. Si hay suerte con la extracción, y puedo reunir los núcleos de energía suficientes para volver a salvo con la carga, debería ir pensando en adentrarme hasta la Zona Profunda en el siguiente viaje. El bucle es tan absorbente que empiezo a olvidar cómo era mi vida antes de todo esto. Quizá sea un efecto secundario del vínculo que me une al Vestigio. Oh, sí. Empiezo a hablar como ellos. Debo estar volviéndome loca. Solo eso explicaría las cosas… raras que a veces hace ese montón de chatarra. Tiene que ser eso. Hace dos incursiones, mientras recorría a pie la zona pantanosa en busca de cristales de savia térmica, me rodeó una niebla tan espesa que me desorienté por completo. El coche, a lo lejos, encendió sus faros, como si quisiera guiarme de vuelta. Otro día, mientras estaba de pie junto a él ordenando mi mochila, me pegó un golpe tan fuerte con una de sus puertas que caí de bruces contra el suelo. Al ponerme en pie, pude ver en el dispositivo ARC instalado en el asiento del copiloto la gigantesca tormenta radiactiva que se aproximaba directa a nuestra posición.
Oppy tiene una teoría sobre el vínculo que me une al Vestigio, mi inseparable vehículo. Mi amigo. Yo no tengo autonomía ni capacidad alguna para entender qué está pasando ni puedo salir de aquí por mí misma, así que tengo que confiar en ella. En ellos. En todos. No sé si es un gusto adquirido, la aceptación de lo inevitable o un efecto secundario del vínculo, pero estoy aprendiendo a disfrutar de esto. Empiezo a apreciar la belleza de las burbujas de ácido, las tormentas eléctricas, la niebla radiactiva, las manifestaciones espectrales y los salvajes vaivenes de las anomalías, que reordenan la materia de formas nuevas y sorprendentes como si fueran artesanos del más allá. Me proporciona una especie de ¿placer? ignorar todo instinto de autoprotección y abandonar mi cuerpo; entregarme a la voluntad del Vestigio, que reordena una y otra vez todos los átomos de mi ser para devolverme sana y salva al lugar en el que me esperan los antiguos trastos de Oppy y la sed con la que me bebo sus palabras. Hay algo adictivo en perpetuar este bucle suicida. Una emoción indescriptible me atraviesa el cuerpo igual que las borrascas eléctricas de la Zona encrespan la vegetación, la superficie de las aguas y a sus criaturas.
Me gusta formar parte de todo esto.
***
Estoy aprendiendo a detectar patrones. Puede parecer una locura, pero, aunque en la Zona no operen las leyes conocidas de la física, eso no implica que no intervenga ningún tipo de ley o principio organizador alguno. Hay cierto orden en este caos, y voy comprendiéndolo de una forma casi subliminal, sin darme cuenta. Simplemente entiendo lo que hay que hacer, aunque no tenga ninguna lógica. Llevo tanto tiempo aquí dentro que, quizá, mi propia materia está cambiando, sustituyendo sus moléculas por las extrañas partículas que engendran las anomalías—del mismo modo en que sustituyo una y otra vez las piezas de Vestigio, hermanándonos en nuestra naturaleza mutante como barcos de Teseo espectrales—. Quizá por eso voy entendiendo. Porque yo misma, en mi esencia y mi corporalidad, voy formando parte de ello y perdiendo poco a poco lo que algún día fui.
Sin embargo, hoy tengo miedo. Cada vez que penetro en una nueva capa más profunda de la Zona hay novedades, y no suelen ser agradables precisamente. Los cambios en el paisaje me desmontan con su belleza corrupta y abrasadora, pero el incremento de la agresividad de las anomalías me aterra. No por mí, sino por Vestigio. Suelo dejarlo a salvo, a una distancia considerable, aparcado tras un contenedor industrial o a los pies de algún montículo tranquilo, mientras yo me lanzo a por materiales y esferas esquivando hábilmente las anomalías. Así lo mantengo a salvo, para que él pueda salvarme y llevarme de vuelta con Oppy. Para que Oppy pueda salvarnos a todos. Es un círculo perfecto, me he instalado en él y no sé si quiero abandonarlo.
Hoy debemos conducir hasta la Zona Profunda y tengo miedo. Tengo miedo de abandonar este bucle porque ya está dentro de mí, y yo formo parte de él. Prefiero vivir en un ciclo eternamente suspendido en la esperanza de ver algún día a Ophelia antes que romperlo y materializar su ausencia para siempre. Prefiero permanecer junto a Vestigio, aunque ello nos convierta en fantasmas nocturnos sobre ruedas rasgando a toda velocidad el tejido insólito de la Zona, antes que desguazar este vínculo, hechos pedazos, devueltos a la naturaleza normal de las cosas.
Hoy debemos conducir y tenemos miedo.